El albergue de los milagros
POR: LARISSA VÁZQUEZ ZAPATA
lvazquez1@elnuevodia.com
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Gloria Marti, presidenta de SAS |
Siempre fue una cuestión de la más pura decencia. De honra. De dignidad. Desde que veía al vecino que agarraba a su gata por la cola y le daba vueltas hasta que la estrellaba contra los árboles -el mismo animalito que terminó aplastado por los neumáticos de un auto dizque por accidente- hasta el día en que, luego de muchos años como empleada del Albergue de San Juan, se percató de que las cosas no marchaban como debieran. Fue entonces cuando se miró al espejo y se juró a sí misma: “Gloria Marti, tú sabes que tienes que hacer algo. Aquí las cosas van a cambiar”. Y de hecho, cambiaron; la despidieron fulminantemente. Pero de eso hace ya mucho tiempo, casi lo mismo que lleva como presidenta y voluntaria, 7 días a la semana, 365 días al año, de Save a Sato.
“Lo que me motivó a empezar a trabajar a favor de los animales fue la vergüenza. Ese sentimiento terrible de impotencia, de ver que no había un sólo puertorriqueño que ayudara. Cuando conocí a la gente de Animal Rescue, allí todas eran extranjeras. Habían españolas, venezolanas, ecuatorianas y hasta una alemana. ¡Imagínate qué bochorno! Ellas trabajando por los animales desprotegidos de mi País. E inmediamente supe que esto era lo que iba a hacer por el resto de mi vida”, confiesa Marti, mientras termina de pasar revista por las jaulas de los más de 220 perros que tiene en su albergue (sin contar los gatos), en la parte trasera de la casa de su mamá, en una parcela. Y es que en el ocaso se corren las cortinas de algodón de las jaulas, se enciende una radio-casetera, de esas enormes, ochentosas, con música clásica para la hora de dormir. Así, en cuestión de minutos, no se escucha ni un ladrido en todo aquel inmaculado planeta canino. “Normalmente atiendo a los perros que tengo en casa y cuando llego al albergue abro las cortinas y empiezo a repartir comida en una carrera, porque todos quieren que les sirva primero. Entonces, examino a los enfermitos y sigue la limpieza. Ahora, si traen perros, acabados de rescatar, dejo todo y les hago un reconocimiento de carácter y de piel. Quiero saber si es un perrito adoptable, entonces se le ponen las vacunas y les hacemos las pruebas del corazón y otras condiciones”, dice con precisión casi veterinaria.
“Si el perro se queda, hay que buscar dónde acomodarlo. Si hay un viaje planeado (para enviar a los satos que han sido adoptados a su nuevo hogar), hay que ir al médico a buscar los certificados. El día del viaje también cambia la rutina, hay que ponerlos en jaulas y llevarlos dos horas antes al aeropuerto. Mientras que los sábados se bañan todos los perros y se les pone su dip de tratamiento. De vuelta a casa”, prosigue Marti, casi sin tomar aire, “hago paradas para alimentar a unos gatitos y perros que hay por ahí, aunque no saco el kennel del carro, porque casi siempre se presenta un rescate por el camino”.
¿Y cómo se acaba con los animales realengos? “El Gobierno no hace nada, no le interesa crear albergues, pero la responsabilidad debe ser compartida. Al menos con la Ley 54 se ha cobrado un poquito más de conciencia. Sin embargo, la sobrepoblación únicamente se controla con la esterilización. Y que la gente sepa que si tiene una mascota, hay que tratarla como a cualquier otro ser vivo, con empatía y compasión. Violencia es violencia; no importa quién sea la víctima”.
(Publicado por El Nuevo Día y Primera Hora)
Larissa Vázquez Zapata
Editora Revista Magacín
El Nuevo Día
787-641-8000 ext.2556